sábado, 26 de diciembre de 2015

Cuento en Navidad

Hace mil años hubo un pueblo en donde los que vivíamos no trabajábamos. No había nada que producir, solo se hacía crear. Todos creíamos en los disparates. Entonces todos estábamos atestados.
Las tertulias eran las favoritas de un montón de desfachatados que disfrutaban charlar, pensar, discutir. Y aunque a la mañana siguiente eran los últimos en levantarse, no nos molestaba, ya que había otro montón que nos gustaba lo contrario: crear lo que ellos habían confiado a las formas y pasiones de la noche anterior.
Los resultados eran notables. Habíamos creado una especie de parque acuático donde jugaban los más pequeños, que a su vez era una gran ducha comunal donde nos refrescabamos. Cerca, unos piletones enormes donde las mamás parían.
Las calles eran toboganes. La gente se deslizaba para llegar a diferentes lugares del pueblo. Habíamos construido un sistema de plomadas en inmensos tanques que hacían contrapeso para subir.
No solo los ancianos sabían que las creaciones personales eran claves para la paz, y aunque podían superponerse, no suponían un problema. Las que no llegaban a intercambiarse se guardaban y eran las primeras en ser ofrecidas al día siguiente. Si alguien necesitaba algo, se le cedía como contraparte del futuro intercambio.
Por otro lado, había quienes perseguían los placeres de la creación en si misma, creando cosas sin utilidad pero de una profunda belleza y armonía. Estos eran los encargados de transmitir la técnica y la etica a los niños.
Existía una consejo llamado No Tiempo con personas de diferentes edades que íbamos rotando. Ahí se discutían los pilares centrales del pueblo: las formas de la vida colectiva.
La justicia y la salud estaban garantizadas por el propio respeto que profesábamos. En cuanto se detectaba alguna enfermedad nos organizábamos y suplíamos las necesidades en relación a la gravedad de cada situación. La justicia intervenía muy poco, en general, en aquellos casos en los que las partes querían ratificar los acuerdos para estar absolutamente convencidos de que eran satisfactorios para todos los que participaban.
Nuestro pueblo se había convertido en una organización muy fértil. Todos sabíamos de todo, pero nadie hacía las cosas como el otro. Todo se compartía: los recursos, las tristezas y las alegrías.
Un día hubo una tormenta inagotable. El agua invadió todo. Las construcciones se rebalsaron, se destruyeron. Las creaciones colectivas se vieron sesgadas por la necesidad de reparar lo que se había destruido. Muchas personas dejaron de compartir tiempo y se dedicaron a aumentar sus creaciones por la posibilidad de nuevas catástrofes.
Con el paso del tiempo, y la ausencia de desastres, esos excedentes buscaron lugar en las ruedas de intercambio colectivo, pero no podían entrar porque eran grandes cantidades y esto dejaba fuera a muchas otras creaciones reguladas por la propia dinámica del pueblo. Por otro lado, el Consejo convenía en que no podían tomarse como formas de intercambio adelantado porque la dinámica perdería su proporción.
Muchos de los que habían creado por las dudas  comenzaron a intercambiar sus excedentes por fuera de las ruedas de manera individual a menor valor; así se empezó a forjar un nuevo grupo que decidió irse hacia lo más alto de las montañas. Este nuevo sector creció tanto que comenzaron a disponer de las creaciones de otros para mantener el nivel de disponibilidad que habían alcanzado, dejando escazes en el resto. Finalmente comenzaron a asirse de grandes cantidades que intercambiaban, ahora sí, a un valor mucho mayor de forma individual.
En este punto, dejaban de tener sentido los encargados de transmitir el espíritu de crear por crear, ya que se empezaba a afianzar la idea de que el acto de la creación ya no contenía la calidad de trascendencia; sino de intercambio.
La justicia comenzó a tener mucho mas influencia. Harto de veces, por la promesa de un intercambio estable, los grandes creadores imponían condiciones muy malas a los que creaban para ellos, promesa que eventualmente no era tal, ya que con frecuencia buscaban otros que los proveyeran a menor valor.
Muchos empezamos a sentirnos presionados por la necesidad de hacer más para responder a las nuevas demandas del pueblo. Esto se tradujo en graves complicaciones de salud.
Comenzamos a conocer y a justificar la violencia de manera explícita. No registramos casos de muerte, pero los pilares de la convivencia se habían deteriorado, también la paz que habíamos construido durante años. Como decían los ancianos, la balanza entre el estar y el crear se estaba inclinado por lo segundo.
En ese momento me tocó ser parte del Consejo de No Tiempo. Desde allí discutimos a fondo sobre cómo afrontar y que hacer ante esta situación, asi pasamos días y dias hasta formar nuestra postura al respecto. Luego la expusimos a cada grupo, familia y persona de la comunidad, quienes nos dieron su opinión, y con las cuales hicimos las modificaciones necesarias. Pero lo más importante para nosotros era que nos habian confiado la defensa de los valores del pueblo. Recién ahí fuimos a lo alto de la montaña para hablar con los grandes acumuladores de creaciones. 
La charla duro muy poco rato. 
Fieles a nuestras creencias queríamos que continuaran siendo parte de las ruedas colectivas, donde entendíamos que los excedentes tenían que encontrar destino. De esta manera volveríamos a la dinámica y proporción que nos había permitido hacer y tener a  todos por igual.
Ellos, en cambio, nos ofrecieron entregar parte de sus creaciones y no participar mas de las ruedas, estaban interesados en que los dejáramos seguir intercambiando de manera individual. Justificaban la propiedad de sus excedentes a partir del esfuerzo que les había supuesto lograrlos. Entonces intentamos hacerles comprender que, impulsados por el miedo, habían decidido crear excedentes distanciándose de la vida del pueblo, y que de volver a ocurrir una catástrofe estaríamos a su lado para sobrellevarla juntos 
La respuesta a nuestra propuesta fue un rotundo No. Decían que no tenían ninguna intensión en dejar de crear, que las desgracias los habían hecho mas fuertes y que nuestra propuesta iba en contra de los valores de libre creación que el propio Consejo pregonaba.
En ese momento uno de los ancianos apoyándose en la mesa se puso de pie, y con la profundidad del Pacífico en sus vocales les dijo: ¨Sabrán disculparme pero es menester decirles que Ustedes no son creadores… Creador es aquel que de su voluntad y amor hace algo por la necesidad de existir, necesidad que se inscribe dentro de la naturaleza que lo rodea, y ustedes, Señores, no hacen otra cosa que todo lo contrario. Han perdido el amor y con él la necesidad de crear; aislando, olvidando y destruyendo la naturaleza que los contiene.¨. El sonido de la sala se quebró en un silencio helado y el anciano continuó: ¨Creo que esta reunión ha dejado de tener sentido desde el primer momento en el que han defendido sus intereses por sobre los de la comunidad, han optado por hacer prevalecer sus posesiones, y no sus creaciones...¨.
Apenas terminó de decir estas palabras echo a andar hacia la puerta, y cuando todos creíamos que abandonaba el lugar, apoyó su mano curtida en el picaporte de la puerta, giró y sentenció: ¨Hoy nos entregan la más dura de las decisiones, ya que nosotros no podemos decidir por ustedes. Lo único que podemos hacer es defender lo que para nosotros es el bien común de nuestro pueblo, que claramente va en contra del suyo, Señores Comerciantes.¨.
Uno a uno los ancianos empezaron a retirarse. Varios adultos los siguieron, otros no. Algunos jóvenes nos fuimos, muchos decidieron quedarse.


A Olivier, por su colorida paz.

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