lunes, 18 de julio de 2011

De cómo conocí a Gregorio



Lo conocí por una casualidad, es decir, absolutamente causal. 
Tenía que ir a retirar una bicicleta que había hecho reparar. Dicho sea de paso, esa misma bicicleta era la que me había acompañado desde los dieciséis años, con lo cual mi euforia era bastante, para ser condescendiente, intensa. 
Luego de haber saltado descontroladamente escuchando música a todo volumen en la casa de un amigo -como adolescentes que somos- nos dirigimos hacia la bicicletería de donde debíamos retirar mi querido y pequeño bólido. Cuando íbamos hacia este lugar pasamos por un garaje un poco desangelado que tenia su persiana abierta; desde afuera se podían ver un montón de artefactos afectados por una enorme oscuridad, suciedad y desorden. Así fue como recordé ese lugar. Cierto es que dicho recuerdo, en su gran extensión, estaba condicionado por la posibilidad de que en aquel lugar hubiera algo que necesitara para acondicionar mi casa que para ese entonces no existía como tal, sino que estaba en mi imaginario pronta a existir. 
La alegría del encuentro con mi bici fue tal que olvidé a este misterioso garaje retirándome a disfrutar mi vehículo por la calles de mi hermosa Florida. 
Por otro lado, y ayudando a mi olvido a justificarse, no creo que mi amigo hubiera querido que nos dirigiéramos a un lugar de esas características.
Pasaron los días, no recuerdo cuantos con exactitud, y decidí aventarme a eso desconocido; lo cual, cabe aclarar, nunca antes en mi vida había visto, habiendo pasado por aquel lugar infinidad de veces.
Al llegar lo primero que se me presento fue una enorme cantidad de artefactos con un desuso notable. Recuerdo con puntualidad una pava color marrón, ya que era de los objetos en mejor estado que se podían apreciar a simple vista; celosa apremiaba una mesa de color verde y amarillo a rayas, unas cuantas bicicletas, una silla, una heladera, y muchísimas cosas más de similares características temporales, que no lograban adquirir en mi una dimensión en si mismas, saliendo de la propia vida en el uso de cada objeto en particular. Tal vez por esto que aquella pava me llamó tanto la atención: no tenía la textura que todos sus compañeros ostentaban visiblemente. Hoy me doy cuenta que no lo vi a él en ella.
Continué mi expedición por ese incierto garaje que ya comenzaba a ser el motor de una suerte de intriga vital que se había instalado en mi de manera irremediable: quién era el ser que había atesorado todas esas cosas, por no decir amontonado; y cómo se había atrevido a la convivencia habitándolas de una manera tan despreocupada e insistentemente irresponsable.
Así fue que seguí caminado, topándome con diversos objetos inservibles para mi casa, y creo que bajo la misma condición para la de cualquiera, y aunque hoy a la distancia pueda encontrar un significado mayor en ellas, no comprendía que hacia todo aquello allí, ni cómo era el personaje que las había acumulado, casi con desesperación por su cantidad, y con total desparpajo en su forma. 
Me golpeé la cabeza con una lámpara, muy bonita por cierto, que incluso por un segundo llegue a imaginar en mi living, pero que luego descarte gracias a su color pronunciadamente opaco: no hacia juego con nada de lo que podía llegar a adquirir desde ese momento hasta el de la mudanza. Un maniquí se apersono, no sin provocarme cierto susto, de color marrón, formado desde una especie de colage de cartón que perfectamente moldeado estaba parado frente a una silla, casi adherido a un perchero con muchas prendas que no dude en mirar.
El garaje en forma rectangular no dejaba de angostarse. Debo advertir que lo que mas me sorprendía era la fuerte falta de relación entre los objetos, se podía ver una muñeca al lado de un taladro, o una patineta dentro de un secaropa.
Hasta que apareció él. 
Su cara me parecía familiar pero su seño era realmente particular. Ojos marrones con gafas de mujer, pelo blanco, una gran boca pronunciaba las palabras con una cadencia desesperadamente calma, como si guardara un dolor tan familiar del que cualquiera se haría amigo. Y yo, claro, estaba ahí, habiendo ingresado como un intruso en su guarida, creyendo ser diferente a alguien que ahora conocía y que sentía tan cerca, tan tremendamente cerca.
Su taller.
Su persona.
Él.
Gregorio.
Gregorio era todo, lo envolvía todo. Estaba absolutamente ligado a cada una de las cosas que el ojo humano no podía apreciar pero que el corazón apuraba. Nada era ajeno a este ajeno. Me miraba con los ojos cargados de verdad, de lleno en mi, no se guardaba nada para si, todo me lo daba y sus ojos no eran menos, todo lo contrario, un fiel reflejo del alma de este agraciado desgraciado que se situaba delante mío como espectador de lujo de un tímido muchacho que no tenía muy claro por qué había osado inmiscuirse en su mundo y que en ese momento hacia peligrarlo con una pregunta tan banal que se deslizaba como único tema de conversación para zafar de una situación en donde mi comprensión había escapado. Fue así que señalando una lámpara que estaba por sobre la cabeza de este hombre pregunté: "Cuánto vale esa lámpara...?" como si tuviera idea de cuanto podía valer uno de los objetos que este maravilloso ser poseía, no por su valor relativo, ni absoluto, sino por su parte intangible impregnada en cada uno de ellos. Demasiado. Nunca podría llegar a pagarla, todo estaba lleno de aquello que escasea tanto. Pero este hombre, sin querer espantarme con algún incomodo precio, incluso sin haber hecho un exhaustivo análisis de mi persona, por consiguiente, sin saber que cobrarme, tibiamente, pero no por eso perdiendo sus agudos inconfundibles, me dijo: “Y… la lámpara? Ciento cuarenta. La querés ver? Te la bajo.” 
Automáticamente rechace el ofrecimiento. Se me hacía impensado la imagen de Gregorio bajando la lámpara que estaba amarrada a un palo, que a su vez estaba sostenido por una escalera, que tambaleaba de costado al estar atada por un cable que provenía de un no se donde. Se que lo hubiera hecho si mi insolencia hubiera sido abusiva, no solo por su palabra, sino también por su fuerza.
Hoy y siempre, Gregorio no parece ese tipo de vendedores que analiza a sus posibles compradores, sino uno de esos tipos entrañables que no busca la ventaja, que es arrebatado por la impronta de una esencia que nunca podrá estar puesta en eso que llamamos dinero. Gregorio, conformaba lo que siempre he creído un luchador, en la actualidad un mal vendedor, lo que a mi me parecía un ser lleno de magia, la que parecía perderse en un tiempo que nunca lo entendió, un loco de aquellos que siempre tendrá la cuenta pendiente de entenderse con lo que lo rodea pero que siempre pondrá todo por llegar al otro, por habitarlo. ¡Vamos! Uno que la tiene difícil.
Todo Gregorio. Todo llevaba su nombre, o por lo menos para mi. No quedaba nada sin entenderse desde que pude verlo, pero sobre todo desde que lo escuché con mi precario e inexperto oído de precario e inexperto. En él encarnaba todo lo que en cada uno de sus objetos aparecía latente: la fuerza de la intachable dignidad en lo vivido. 
Un querendón de las cosas, un amigo de los hombres.
Así fue que luego del ofrecimiento y posterior rechazo, tratando de averiguar como un joven sin mucho que ofrecer se había dejado atrapar por la falta de fuerzas de un lugar que parecia caerse sobre si mismo, preguntó: “Como llegaste acá?” y yo que no entendía la situación, mas allá del impacto que todo él generaba en mi, le dije muy velozmente, casi sin importarme la pregunta: “No. Pase el otro día por acá y lo vi.” Como si el simple hecho de haberlo visto hubiera sido tan simple. Cierto es que seguía sin entender mucho de lo que pasaba, por lo que decidí que ya no podía estar allí.
Compré dos lámparas, regaladas por cierto, y me dispuse a pegar la vuelta, no sin antes preguntarle su nombre, a lo que respondió contundente: "Gregorio" y abriendo un cajón de su, obviamente, desordenado escritorio extrajo una tarjeta, que aun conservo, de un color blanco original, hoy cartón ganado por el tiempo, la cual decía: Ceferino: Plomería-Electricidad-Pintura-Azulejista-Rep. en General y que al dorso corrigió pronunciando: "Este es mi teléfono de ahora". Recogí la tarjeta que Gregorio me dio y me fui, con la alegría y el desconcierto que generan las grandes personas.
Desde hace un tiempo hasta hoy, y no se por cuanto más, tres de las lámparas que más me identifican con mi casa son de Gregorio.

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