viernes, 2 de septiembre de 2011

Eran tres, eran uno

Volaban, volvían, iban, venían. Siempre ellos, tan intactos como antes, tan livianos de todo que se llenaban el ánimo con la complicidad responsable de pasarla juntos riendo. Único objetivo. Único placer. Las mujeres eran segundos platos… ¡Quién se acordara!
Juego a tres, tres alegres tigres, tres más, tres para todo.
Trabajo, y a casa de la bela señora que les abría la puerta para jugar, cual canción infantil, como si los avivara de espiar en sus propios tesoros.
En verano la cocina les quedaba chica para el corazón, entonces subían a la terraza de los sueños desde donde las pequeñas estrellas se reían con ellos. Egoístas a ultranza de su mundo, eran tan mezquinos de sus secretos que casi parecían extraños para el resto. No podían soportar el perderse ese juego que habían creado, ese lado que a cada rato que podían visitaban, sin importar cuanto ni donde.
Desde lejos se los veía planear despacito y sin silencio por la terraza. Muertos de risa ante dios se dejaban llevar, a ver si éste los escuchaba y se apiadaba del mundo. El suelo era tan amigo de sus cuerpos como así los ratos en que se la pasaban juntos, donde no faltaban las risas traviesas, casi cosquillas, erradicables, que no querían perderse ni un minuto de felicidad junto a tremendos impertinentes, cansadas de habitar cuerpos sin engaño ni mentiras.
Sin embargo, una noche hubo una misión que crearon sin saber, y aunque no supieran muy bien cual era, sabían que los uniría para siempre. Una misión de la cual nunca imaginaron ser parte, y menos que menos realizar. Como una especie de prueba de fuego. Una entrada al mas acá del allá, a la gloria de la risa, a los sueños de felicidad.
Con las formas cansadas de reír el silencio se apodero de ellos. Sus caras se buscaron sin encontrar lo que siempre tenían en mente, lo que era suyo. Los cielos se detuvieron para burlarse y verlos dudar, para saberlos mortales aburridos, incluso dios se los confundió con unos locos de pacotilla, y hasta la generosa señora no los hubiera dejado entrar a jugar... Pero precisamente fue en ese instante, en el que todo se detuvo, donde las coordenadas llegaron oportunas. Aquella pausa presagiaba lo que iba a suceder, como si en realidad estos tres sinvergüenzas se estuvieran riendo de dios y guiñarán el ojo al viento de su suerte para recuperar la cordura de su locura.
En tiempos de tecnología rabiosa y progreso injustificado, tres nuevos detectives buscaban algo que los inmortalizara, que los mantuviera grandes, algo con lo que fabular titulares… “Historia grande de la complicidad, la investigación y la genialidad” “La imaginación al servicio de la próxima risa y el rebusque futuro”.
Solo faltaba saber que era lo que iban a buscar. La memoria. La anécdota.
Anhelaban encontrar algo que soportara tanto desparpajo de calidad amiga, que pudiera contener una pizca, una señal, un atributo de su amistad, de su signo, de su creación. Sin saber que era lo que buscaban se lanzaron a la aventura con la divina esperanza de encontrarlo en el camino.
Pisaban el suelo mas alto de la casa, y el frío, que no conocían juntos, se apersonaba. La terraza ya no era el lugar seguro que solían descoser. Debían escapar lo antes posible sino querían ser victimas de las grandes corporaciones. Una de ellas, la del alumbrado, había colocado de manera estratégica cámaras en las calles con forma de farolas para espiar sus movimientos, obligándoles a esconderse descendiendo detrás de la trinchera que separaba la propiedad y ahora cubría a estos valientes de guante verde.
Bajaron sigilosamente, no sin antes sortear las pequeñas, pero muy potentes, bombas blancas y marrones que los guardias cuadrúpedos habían colocado casi por necesidad. Las últimas, más recientes y peligrosas, de fabricación nacional, siendo las primeras americanas, de mayor edad y tamaño, pero menos efectivas.
Llegaron a la galería de la mansión que estaba rodeada de árboles que utilizaron muy inteligentemente para camuflarse de los excelsos guardias que custodiaban la enorme propiedad de una tal... Mujer. Dicha dama, era una mujer hermosa, muy jovial, activa, que gustaba de compañía inteligente y del arte. Amaba los cuadros en movimiento. Poseía uno en particular muy imponente en su living inglés. El cuadro era el retrato de un León en fondo negro que adquiría una presencia y prestancia que jamás volví a ver. Decían que se lo había regalado un acaudalado conde que no pudo más que enamorar en uno de sus viajes a Europa del norte, precisamente a Escocia, durante su cargo de embajadora del buen vivir.
Segundados por la flora entraron a la casa de dicha dama burlando la seguridad mas estricta imaginada. Llegaron hasta la cocina. Verano. Cualquiera hubiera imaginado que era imposible esconder tamaño tesoro en dicho lugar, pero como ellos estaban acostumbrados a lo imposible, para no traicionarse, decidieron buscar entre las alacenas, en los cajones, incluso en la barra de los licores, donde encontraron grandes ejemplares de Ferrochino, y gaseosas saborizadas de naranja de una calidad impensable para la época. Dudaron en beberse algún que otro trago, pero fue más fuerte la premura del asunto y siguieron adelante.
Luego de dejar la cocina, no sin pena, llegaron a uno de los cuartos de la mansión. Precisamente el que había sido de la nieta de la coqueta señora. Estaba revuelto, como si alguien se les hubiera anticipado en la investigación. Lleno de osos de peluche que adquirían formas extrañas y parecían cobrar vida, los mismos que no pudieron evitar ser reídos por este equipo desopilante de profesionales. La habitación no contenía información relevante. Así que, arduamente, y con movimientos de valet (muy cómicos por cierto) se dirigieron hacía otro de los cuartos.
Tocaba el turno a la recamara de la mismísima señora. Antes decidieron revisar su living inglés, quedando atrapados por aquel cuadro felino.
Entraron casi imperceptiblemente en la intimidad de aquella viuda. Los movimientos eran propios de este trío genial. El silencio era impoluto, no había vestigio de peligro, nada hacía presagiar una catástrofe, todo lo contrario, estaban a punto de consumar el gran golpe, cuando de repente el mas sagaz de ellos lanzo al aire un comentario punzante en el abdomen de los otros dos cómplices: ¡Che! ¡¿Qué hacemos en el cuarto de mi abuela?! ¡Acá no hay nada! En ese mismo momento se miraron a los ojos rojos de su cordura con una agudeza superior, estallando a carcajadas al unísono. Ese era el fin.
Estaban frente a la mismísima Señora, la cual se despertaría y llamaría a los guardias que no dudarían en eliminarlos velozmente. Sus vidas ya no valdrían nada. Esa sería la única realidad posible, y la última vez que volverían a verse las caras.
Nunca supieron, pero algo hizo que ella nunca despertara y siguiera inmersa en su sueño profundo, y de seguro hermoso, donde creyó ver como su nieto junto a esos otros dos sabandijas se la pasaban a lo grande, y seguían pintando de colores esa hermosa casa de tanos venida a menos, llenándola de vida, de amor; sobre las paredes, sobre los cuadros, en el baño.
Aquello que buscaban no estaba allí, pero si no era allí, ¿dónde?
Parecían por primera vez sin rumbo, como si las risas y el juego ya no dieran de si, como si algo se hubiera quebrado y se resignaran a volver a casa, esta vez, derrotados por la monotonía y los miedos, por la incertidumbre del que será de la vida de estos tres locos cuando no se tengan tan cerca. Mambeados por una realidad que se les echaba encima y les costaba aceptar, soñaban detenerse en ese tiempo adolescente para siempre, pretendiendo que ese objeto que buscaban fuera la llave de la máquina del tiempo que los devolviera a ese preciado momento. Eso que buscaban y no conocían, los inmortalizaría, les permitiría flotar por la terraza cuando toda la realidad se olvidara de ellos y no quedaran rastros de su amor, cuando el tiempo se adueñara de los recuerdos y solo dejara lugar para la cosa cerca y sería, baratija de oferta de último momento.
No comprendían como no lo habían podido encontrar. Cómplices de tanta complicidad, eran solo culpables de reírse mas de la cuenta. Después de todo… ¿a quién le puede molestar tanta risa?
Sin esperanzas entraron al baño, digno de conocer. Aquella dama era propietaria de una enorme colección de artículos de belleza. Las alacenas estaban llenas de cajitas con nombres raros de las marcas mas variadas, de procedencia, en su mayoría, alemana y americana, de frascos con especies de jarabes afrodisíacos, de aromatizantes, y de cantidades de caramelos importados que seguro eran parte culpable de mantenerla tan hermosa y dulce como solía mostrarse en los discos de gente de su proximidad, siempre con cierto coto, siendo extraño verla resbalar. Pero por peculiar que fuese, el cuarto de baño no contenía nada en particular que hiciera sospechar que lo que buscaban se encontraba allí. Para no faltarle a la verdad, es preciso decir: habían entrado solo para prolongar la misión y evadirse de la idea de no encontrar nada.
Se temían lo peor, aunque lo disimulaban con gran dignidad, sabían que algo trágico podía suceder. Quedaba la esperanza final, el cuarto del hijo de la propietaria. Era el más grande en tamaño. La luz entraba por la persiana mal cerrada y escrutaba la cama, siempre hecha solo con el acolchado, de aquel prematuro calvo. Había un escritorio con muchos papeles, incluso había artículos eróticos. Era fácilmente apreciable el culto de aquel por el ejercicio, ya que poseía unas pesas con forma de latas de pintura de exclusivo diseño norteamericano, artículos a la última moda traídos de Nueva York. Así también, gran cantidad de discos de música, sumados a papeles, y más papeles. Eso sí: de aquel objeto, nada.
Ya no había lugar donde buscar.
El pecho se les cerro. Nunca más volvieron a sentir ese entusiasmo por el que habían sido teñidos en el cuarto de la abuela, donde creyeron que entre tanta privacidad estaría aquello. Cayeron redondos, esta vez, ayudados por el desanimo. Se desplomaron literalmente en el piso intentando recuperar las risas que los hacían inmortales, pero nada, nada… nada mas increíble que lo que iban a descubrir en ese momento. No era tiempo de risas, sino de gloria. Uno de ellos vio algo bajo la cama, los otros dos miraron al primero y su cara de complicidad en el mismo momento en el que el cuarto estalló de luz inundándolo todo de un color de mañana. El sabor de las terrazas se instalo de nuevo, los sueños cotidianos volvieron a su lugar, sus pulmones se llenaron de aire nuevamente y pudieron verse en el otro como siempre lo habían hecho. Aquello que encontraron como amuleto estaría siempre con ellos, nadie podría arrebatárselos, solo quedaba compartirlo y recurrir a él cuando la vida se les hiciera densa y sin sentido. Supieron que podían volver en paz a sus hogares con el corazón pleno y repleto de amistad porque habían encontrado algo realmente propio, el tesoro de una amistad, la escusa perfecta para recordar que a la vida se la hace grande, para guardar en la memoria el tan famoso y preciado…
A Rachel

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